Louise Glück. Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura.

Gerardo Velázquez
6 min readDec 12, 2020
Louise Glück con su medalla y diploma del Premio Nobel. Fotografía de Daniel Ebersole
Louise Glück con su medalla y diploma del Premio Nobel. Fotografía de Daniel Ebersole

Cuando era muy pequeña, creo que a los cinco o seis años, organicé un concurso en mi cabeza. Un concurso para escoger el mejor poema del mundo. Había dos finalistas: “El niño negro” de Blake y “El río Swanee” de Stephen Foster. Di vueltas por el segundo dormitorio de la casa de mi abuela en Cedarhurst, un pueblo en la costa sur de Long Island, recitando en mi cabeza, como lo prefería, no con la boca, el inolvidable poema de Blake, y cantando, también en mi cabeza, la inquietante y desconsolada canción de Foster. Es un misterio cómo fue que llegué a leer a Blake. Creo que en la casa de mis padres había algunas antologías de poesía junto con otros libros más comunes sobre política, historia y muchas novelas. Pero relaciono a Blake con la casa de mi abuela. Ella no era una mujer de libros. Pero ahí estaba Blake, “Canciones de Inocencia y de Experiencia”, y un librito con las canciones de las obras de Shakespeare, muchas de las cuales memoricé. En particular me encantaba la canción de Cimbelino, aunque probablemente no entendía ni una palabra, pero escuchaba el tono, las cadencias, los resonantes imperativos, excitantes para una niña temerosa. “Y famosa sea tu tumba.” Eso esperaba.

Los concursos como este, por honor, por alta estima, me parecían naturales. Los mitos que fueron mis primeras lecturas estaban llenos de ellos. El mejor poema del mundo me parecía, aun cuando era muy joven, el mayor de los mayores honores. También fue así como nos criaron a mí y a mi hermana: para salvar a Francia (Juana de Arco), para descubrir el radio (Marie Curie). Después, comencé a comprender los peligros y limitaciones del pensamiento jerárquico, pero en mi infancia otorgar un premio parecía importante. La persona parada en la cima de la montaña, visible desde lejos, la única cosa interesante en la montaña. La persona que estuviera un poco abajo era invisible.

O, en este caso, el poema. Estaba segura de que Blake, en especial, estaba consciente de este evento, que estaba dispuesto al resultado. Yo entendía que estaba muerto, pero sentía que seguía vivo porque podía escuchar su voz hablándome, disfrazada, pero su voz. Hablándome, sentía, solamente a mí o a mí en especial. Me sentía elegida, privilegiada. También sentía que era Blake con quien yo aspiraba a hablar, con quien, junto con Shakespeare, yo ya hablaba.

Blake fue el ganador del concurso. Sin embargo, después me di cuenta de cuán similares eran los versos. En ese entonces, tanto como ahora, me atraía la voz humana solitaria, alzada en lamentos o en anhelo. Y los poetas a los que volví conforme crecí eran aquellos en cuya obra yo, como la escucha elegida, cumplía un papel crucial. Íntimo, cautivante, a menudo furtivo o clandestino. No poetas de estadio. Ni poetas que hablaban consigo mismos.

Me gustaba este pacto, me gustaba la sensación de que lo que el poema decía era esencial y privado también; el mensaje recibido por un sacerdote o un analista.

La ceremonia de premiación en el segundo dormitorio de mi abuela parecía, por la virtud del secreto, una extensión de la intensa relación que el poema había creado: una extensión, no una violación.

Blake me hablaba a través del niño negro. Era el origen oculto de esa voz. No se lo podía ver, así como el niño negro no era visto, o lo era de manera inexacta, por el poco perceptivo y desdeñoso niño blanco. No obstante, yo sabía que lo que decía era verdad, que su cuerpo mortal contenía un alma de luminosa pureza. Yo lo sabía porque lo que el niño negro decía, la explicación de sus sentimientos y su experiencia, no contenía culpa, ni el deseo de vengarse, solamente la convicción de que, en el mundo perfecto que le ha sido prometido después de la muerte, lo reconocerán como lo que es, y en un arrebato de alegría protegerá al frágil niño blanco contra el repentino exceso de luz. Que esa no sea una esperanza realista, que ignore lo real, vuelve al poema desgarrador y también profundamente político. La rabia dolida y justificada que el niño negro no puede permitirse sentir, de la cual su madre intenta protegerlo, la sienten el lector o el oyente. Incluso cuando el lector es un niño.

Pero el honor público es otro asunto.

Los poemas a los que más apasionadamente me he sentido atraída durante toda mi vida son como los que he descrito: poemas de selección o complicidad íntimas, poemas a los que el oyente o el lector contribuyen de manera esencial, como destinatarios de un secreto o de un clamor, a veces cómplices. “Soy nadie”, dice Dickinson. “¿Tú también eres nadie? / Entonces somos dos — no lo digas…” O Eliot: “Vamos, pues, tú y yo, / Cuando la tarde se extiende a lo largo del cielo / Como un paciente anestesiado sobre una mesa…”. Eliot no está convocando a la tropa de niños exploradores. Le está pidiendo algo diferente al lector. A diferencia de, digamos, “¿He de compararte con un día de verano?”: Shakespeare no me está comparando con un día de verano. Se me está permitiendo oír un virtuosismo deslumbrante, pero el poema no necesita mi presencia.

En el tipo de arte que me atraía, la voz o el juico de lo colectivo es peligroso. La precariedad del discurso íntimo se suma a su poder y al poder del lector, mediante cuya agencia se incita a la voz en su urgente súplica o confidencia.

¿Qué le ocurre a un poeta de este tipo cuando lo colectivo, en vez de aparentemente exiliarlo a él o a ella, le aplaude y eleva? Yo diría que el poeta se sentiría amenazado, superado.

Este es el objeto de Dickinson. No siempre, pero a menudo.

Leí a Emily Dickinson con más pasión cuando era adolescente. Por lo general entrada la noche, después de la hora de dormir, en el sillón de la sala.

¡Soy nadie! ¿Quién eres tú?
¿Tú también eres nadie?

Y en la versión que leí entonces y aún prefiero:

Entonces somos dos — ¡no lo digas!
Nos desterrarían, ya sabes…

Dickinson me había escogido, o me había reconocido, sentada ahí en el sillón. Éramos una élite, compañeras en la invisibilidad, un hecho que sólo nosotras conocíamos y que cada una corroboraba para la otra. En el mundo, éramos nadie.

Pero ¿en qué consistiría el destierro para personas que existían como nosotras, en nuestro lugar seguro bajo un tronco? El destierro ocurre cuando quitan el tronco.

No estoy hablando aquí sobre la influencia perniciosa de Emily Dickinson sobre las adolescentes. Estoy hablando sobre un temperamento que desconfía de la vida pública o la ve como el campo en que la generalización arrasa con la precisión y en el que la verdad parcial sustituye al candor y a la revelación cargada. A manera de ilustración: supongamos que la voz del conspirador, la voz de Dickinson, es reemplazada por la voz del tribunal. “Somos nadie, ¿quién eres tú?” De repente, ese mensaje se vuelve siniestro.

La mañana del 8 de octubre fue una sorpresa para mí sentir la clase de pánico que he estado describiendo. La luz era demasiado brillante. La escala, demasiado vasta.

Presuntamente, aquellos que escribimos libros deseamos llegar a muchos. Sin embargo, algunos poetas no buscan llegar a muchos en términos espaciales, como en un auditorio atestado. Buscan llegan a muchos de manera temporal, en orden; a muchos con el tiempo, en el futuro, pero de alguna forma profunda estos lectores siempre llegan por separado, uno por uno.

Creo que, al otorgarme este premio, la Academia Sueca está optando por honrar la voz íntima, privada, cuya expresión pública a veces puede aumentarla o extenderla, mas nunca reemplazarla.

Traducción: Gerardo Velázquez.

Enlace a la versión original.

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Gerardo Velázquez

Un poco sobre mí es demasiado. Traduzco, escribo (ojalá) y algunas otras peripecias.