Wayne Miller | Aprender a escribir sobre tus hijos

Gerardo Velázquez
7 min readAug 11, 2021

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Artículo original en LitHub.
Traducción: Gerardo Velázquez.

En 2011, poco después de que mi hija nació, yo estaba al teléfono con uno de mis amigos poetas más cercanos, quien me dijo casualmente: «Entonces, ¿ahora vas a ser uno de esos papás poetas que sólo escriben poemas sobre sus hijos?».

Estaba bromeando. Sin embargo, durante gran parte del embarazo de mi esposa yo había estado intentando anticipar cómo la paternidad afectaría (o no) mi relación con la poesía, y la pregunta de mi amigo sólo reforzó mi idea de evitar escribir sobre paternidad tanto como fuera posible ahora que mi hija había llegado al mundo.

En ese entonces, mi tercer poemario, The City, Our City, estaba por publicarse. Era un proyecto-libro ambientado en una ciudad semi-mitologizada e intentaba capturar una diversidad de voces desde varios momentos en la historia de «la ciudad». Era el tipo de libro que sufría (o terminaba aplastado, dependiendo de a quién le preguntes) bajo el peso de sus ambiciones. Por fin había comenzado a escribir poemas que trataban sobre lo «público» a «gran escala» y que incorporaban mi interés de toda la vida por la historia. (De hecho, yo estudié historia en la universidad). Ciertamente, no quería alejarme de ese tipo de libro hacia esos «poemitas» sobre cuando mi hija aprendía a gatear.

También me preocupaba que al crecer mi hija creciera leyese esos poemas que yo escribiera sobre ella. Siempre he sentido un poco de aprensión con respecto del exhibicionismo de los poetas confesionales, en particular cuando su vida entra en contacto con la de otros. No intento abrir un debate sobre cuestiones éticas espinosas. Pero, para mí, mi hija ―aún a los pocos meses de edad― era una persona con un lugar definido en el mundo que sólo llegaría a habitar más plenamente conforme creciera. A diferencia de mi esposa, mi hija no podía aceptar ni negar los poemas que yo escribiese sobre ella. Ciertamente era mi hija, pero yo ya sentía recelo de tratarla ―tanto en la vida como en el papel― como una extensión de mí mismo.

Además, me temía que un poema que simplemente articulara amor o admiración sería sosamente ligero o unidimensional; una instantánea de una familia. (Me encantan muchos poemas de Galway Kinnell, pero su tan antologado «After Making Love We Hear Footsteps» siempre me ha parecido plano y sentimental). Por otro lado, un poema que se enfocara en la dificultad, la incomodidad o la ambivalencia de la paternidad podría no ser un artefacto que yo quisiera que mi hija leyese más adelante.

Sin embargo, los poetas en realidad no escogen sus temas, y pronto se volvió difícil mantener a mi hija (y a mi segundo hijo, que nació en 2015) fuera de mis poemas.

En cierto momento, me di cuenta de que lo que quería evitar no era escribir sobre mis hijos, sino hacerlo en aislamiento doméstico. La sensación de que los niños están dentro de la realidad de sus padres es una ilusión de la vida hogareña ―donde los padres pagan por las paredes, traen la comida, y así la vida de los niños parece estar abarcada por las narrativas dominantes de los padres. Incluso en las mejores circunstancias domésticas, justo frente a las narices de los padres, los hijos están construyendo sus vidas ocultas interiores.

Y, por supuesto, la ardua estabilidad de la vida cotidiana es, al menos en parte, una ilusión. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía ocho años, y pronto mi padre se mudó al otro lado del país; para cuando terminé la preparatoria, él se había casado y divorciado otras dos veces. Mientras tanto, cuando yo era adolescente, mi madre estaba muy enferma, y estuve muchos meses por mi cuenta. Peor aún, cuando mi esposa tenía doce, su madre soltera murió, de modo que ella pasó entre tías y tíos hasta que terminó la preparatoria. Tanto mi esposa como yo conocemos bien la endeblez de la vida doméstica. Es algo sobre lo que a menudo pensamos y conversamos, en especial ahora que somos padres.

De hecho, centrarme en este tipo de ilusiones, incertidumbres y desconexiones es como comencé a escribir sobre mis hijos. Mientras los veía crecer, me di cuenta de que mi interés poético por ellos se encontraba, mayormente, en cómo buscaban el mundo más allá de mí y de mi esposa, y cómo cada uno de ellos era un mundo más allá de nosotros ―incluso mientras los abarcábamos con nuestra vida. De forma simultánea, estábamos en el centro del mundo que miraban, éramos conductos hacia el mismo, y barreras entre ellos y el mundo que buscaban. La paternidad es ser todas estas contradicciones a la vez, comencé a darme cuenta. Un enredo paradójico. Todo poema que pudiera escribir sobre mis hijos necesitaría tomar en cuenta esta complejidad.

Conforme veía a mis hijos crecer, entendí que mi interés poético en ellos estribaba en cómo buscaban el mundo más allá de mí y de mi esposa.

Cuando mi hija aún no tenía dos años, estaba obsesionada con los libros. Mientras le leía, con frecuencia ella estiraba los dedos hacia el libro abierto frente a ella e intentaba sacar las imágenes de la página. Tanto así quería poseer de manera táctil los objetos que residían en el mundo del libro, que a ella le parecía tridimensional, aunque de alguna forma seguía resistiéndola. Eso fue para mí una metáfora inmediata de su relación con el extenso mundo que la rodeaba, que era como un libro que su madre y yo habíamos abierto y al cual ella seguía intentando entrar. En 2013, esta idea se convirtió en el primer poema que escribí sobre mi hija.

Un poema más reciente, «Parábola de la niñez», de mi nuevo poemario We the Jury, cuenta la historia de un niño cuya perra murió hace poco. Sus padres la entierran en el jardín trasero y el niño la desentierra una y otra vez, rehusándose a dejar que el intento de cierre de sus padres controle su experiencia de la muerte de la perra. La «lección» (si puedo llamarla así) del relato es que el niño ­―sólo él― controlará su curiosidad y su memoria, que las puede emplear a su gusto, «sin importar lo que sus padres [digan]».

Cuando leí por primera vez este poema en público, una mujer en la audiencia me preguntó: «¿Eres el niñito del poema?». «No», respondí, «Lamento decir que soy el padre exasperado».

De hecho, soy el padre y el niño. Conozco a mis hijos, en parte, a través de la imaginación empática que me otorgó mi propia niñez. Y, al mismo tiempo, uno de los grandes beneficios de convertirme en padre es que he logrado comprender mi niñez con mayor claridad al ver a mis hijos avanzar a lo largo de las edades que alguna vez tuve. Conozco a mis hijos y tampoco los conozco; me conocen pero tampoco lo hacen. Miramos el mundo juntos y separados, intentando darle sentido mientras nos contiene y nos resiste, y mientras nos contenemos y nos resistimos entre nosotros.

Los poemas sobre paternidad que admiro (e intento emular) suelen caber en una de tres categorías. Los primeros ―y quizás los que más interesantes me parecen― son los que llamo poemas de «triangulación», en los que el padre contempla las relaciones entre él, el hijo y el mundo exterior que cuelga entre ambos. Un ejemplo clásico es «Frost at Midnight» de Samuel Taylor Coleridge, en el que piensa sobre las muchas temporadas que le esperan a su hijo recién nacido, el sinfín de detalles visuales que el niño contemplará y pensará ―detalles que en ocasiones no logrará recordar, pero que otras veces colgarán del tejaroz gracias al «secreto ministerio del hielo… en silenciosos carámbanos», creando así en su hijo el tipo de imagen duradera que ha cautivado a la mente del propio Coleridge. Así, a veces, padre e hijo se asombrarán por los mismos pequeños detalles sin siquiera saberlo.

El segundo tipo de poema se enfoca en la brecha infranqueable entre padres e hijos. Desde mucho antes de ser padre, me ha encantado el increíblemente triste y evocador poema «We Assume: On the Death of Our Son Reuben Masai Harper» de Michael S. Harper. En este poema, el hijo de Harper vive sólo «veintiocho horas» «en una incubadora plegable», y durante ese tiempo Harper percibe muy intensamente lo pequeño que es el mundo de su hijo: «oxígeno puro / como el cielo natural», sueños «como palmas agrietadas en / las ventanas de cristal doble de la guardería»[.] El mundo limitado de su hijo excluye la presencia identificable de sus padres, aunque rondan encima de él durante toda su vida. «Suponemos / que no supiste que te amábamos», termina el poema ―que, para mí, recalca los riesgos de la paternidad y la llanura que hay desde el inicio entre padres e hijos. El poema funciona, al menos para mí, como un mandato para nosotros cuyos hijos han sobrevivido hacia la niñez. Si somos lo suficientemente afortunados de tener la oportunidad, debemos proyectar amor hacia las misteriosas profundidades de nuestros hijos, aunque muy a menudo será imposible ver que ese amor aterrice.

El tercer tipo de poema sobre paternidad que me atrae ofrece una especie de reflejo, en el que el poeta piensa en su niñez en el contexto de sus hijos, y viceversa. Un ejemplo que me encanta es «A Happy Childhood» de William Matthews, en el que explica: «[D]urante veintiún años tuve un padre / y luego me volví un padre, reemplazándolo / aunque no realmente». El poema utiliza la conversación improvisada característica de Matthews mientras reflexiona sobre estas tres generaciones, con él en el medio. En la última sección, cuando escribe «El niño duerme con una delgada tira de sudor en el labio superior, como si despertarse, volverse explícito, fuesen trabajo arduo», no queda del todo claro si el niño descrito es Matthews o su hijo.

Y esa es la intención.

Claro que muchos poemas exitosos sobre paternidad no entran discretamente en sólo una de estas categorías. «Frost at Midnight» también involucra un reflejo entre el padre y el hijo; el poema de Matthews termina «¿Quién sabe si es feliz o no?», poniendo énfasis en lo inescrutable del niño. La paternidad es un complejo entrelazamiento de paradojas, limitaciones, separaciones, traslapes y revelaciones que, a pesar de mi resistencia inicial a escribir sobre mis hijos, en realidad la convierten en un tema multifacético y emocionante para la poesía.

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Gerardo Velázquez

Un poco sobre mí es demasiado. Traduzco, escribo (ojalá) y algunas otras peripecias.